Desconocido
Al volver la vista atrás, me
resulta tan lejano ya que parece que hayan transcurrido años, y como quien dice
fue anteayer.
Difuminado en la bruma del tiempo
se va disipando el recuerdo, tal vez como una forma de supervivencia, como una cicatriz
que sólo se hace notar cuando cambia el tiempo.
Incluso ahora no tengo la
sensación de que haya desaparecido ni de que sea ya una amenaza trágicamente
inevitable. He ido a por la cuarta dosis de la vacuna con la misma rutina con
la que los niños siguen su calendario de vacunación.
Pero de algún modo, el miedo, la desconfianza,
y cierta precaución siguen ahí. Latentes, sin bajar la guardia del todo.
La incertidumbre provoca temor
porque al no saber a qué te enfrentas no sabes como afrontarlo. Parece simple,
pero es terrible. La sensación de vulnerabilidad, indefensión, desosiego y
zozobra que provoca aquello que no sabemos de dónde viene ni por dónde circula.
Vivíamos muy tranquilamente, pero
no lo sabíamos. Nunca sabemos apreciar el momento. O sí. A veces. Pero no lo
apreciamos lo suficiente.
De un día para otro los
noticiarios empezaron a mencionar un peligro, en principio lejano, pero
invisible. Luego cada vez más cercano, pero indetectable. Como el viento
gélido, a veces tan sutil, que corta la piel sin que a penas nos mueva un pelo.
Se empezó a hablar de controles
extraordinarios en los aeropuertos y en las aduanas. Pero ningún país había
atacado a otro. No se había declarado ninguna nueva guerra. No sobrevolaban los
cielos proyectiles ni aviones de combate. Más bien, dejaron de volar los
aviones de transporte. Se empezó a extender, por todo el mundo, si por todo el
mundo, la orden de dejar los aviones en tierra.
El once de marzo de dos mil
veinte, la OMS eleva la situación de emergencia a pandemia internacional. Luego
por un decreto aprobado con carácter de urgencia el día catorce el Gobierno de
España declara el estado de alarma por quince días, que es lo que determinas
las leyes. Se trata una situación especial prevista en la propia Constitución española
de 1978, y que al tener que explicarla en clase, siempre decía: “espero que no
lo lleguemos a conocer”. Y llegamos.
Había que quedarse en casa, salir
solamente para lo imprescindible, comprar alimentos, artículos de higiene o
medicamentos. Quedaron abiertas muy pocas empresas y negocios. Los
imprescindibles se dijo. Fue curioso que aumentara un doscientos por cien la
venta de harina en aquellas fechas. Era lo más lógico. La harina es una materia
muy versátil y se conoce desde la prehistoria, desde entonces viene ofreciendo
una inmensa gama de posibilidades. Los de más edad recordamos a nuestras
abuelas haciendo la masa en las artesas de madera, claro que ahora no hacía
falta recurrir a los cedazos, la harina viene muy fina y bien tamizada, incluso
en las estanterías podemos encontrar muchos tipos de harina, para freír, para
repostería, harina de fuerza, etc. Las abuelas sabían distinguir la harina de
los trigos rubios de las demás. Esos trigos de espiga gruesa, hermosa, exuberante,
con sus raspas largas brillando al sol de mayo.
Solamente añadiendo agua y sal
tenemos el que sea quizá el producto cocinado más antiguo, el pan. Luego
mezclando sabiamente, con paciencia, delicadeza y habilidad, y pocos
ingredientes más, azúcar, aceite, huevos, leche, tenemos a nuestro alcance
buñuelos de carnaval en febrero, bollos de Semana Santa en abril, mantecados
después de la matanza, magdalenas en cualquier época del año y así se abre ante
nosotros un apetitoso y amplio abanico de dulces. Ponerse en la cocina todos
juntos a charla mientras uno amasa, otro da forma, o fríe, era una tarea
colectiva incluso relajante. Teníamos más comodidades y más aparatos que las
abuelas de antaño, batidoras, hornos eléctricos, cocinas de inducción
magnética, hornos de microondas, etc. Una gran cantidad de artilugios, que
necesitan una provisión constante de energía, en este caso electricidad y que
sólo valoramos cuando no llega. Con cualquier tecnología, antigua o moderna, siempre
cabe la posibilidad del toque personal de cada uno. Así entendemos expresiones
como “una pizca de sal”, “un chorrito de anís”, “un puñadito más de harina” y
claro, ahí la experiencia juega un papel fundamental.
Desde septiembre del año anterior,
mi madre, con noventa y siete años se metería en la cama y no volvería a salir
hasta quince meses después para el adiós definitivo. Algunos meses después lo
haría mi padre. Ella presentaba los síntomas clásicos de demencia senil. No
padecía. No tenía dolores. La lucidez que a veces mostraba la llevaba a
recuerdos de su infancia. Necesitaba todos los cuidados. Mi padre tuvo toda la
lucidez hasta el último día. Casualmente los dos se fueron juntos el cinco de
noviembre. Pero ellos no lo supieron. Se quedaron a pocos días de su setenta
aniversario, su boda había sido el cuatro de diciembre de mil novecientos
cincuenta.
Cuando se aprobaron las normas de
confinamiento y las restricciones de movimiento ya llevábamos mucho tiempo
utilizando guantes, concretamente de nitrilo, para asearlos con la mayor
higiene posible. Teníamos cajas de reserva en casa de forma habitual. Luego
sería difícil encontrarlos. Al principio los compraba de forma habitual, como
cualquier otra cosa en la tienda de María Valmorisco, o en la de María la
Campanaria. Alrededor de cinco euros costaba la caja. Luego, se cuadriplicaría
el precio. Los buscaría y los encargaría en todas partes, en la tienda de
Tomás, en el DIA, en el SPAR, al fontanero El Tordo, en fin.
Y las mascarillas. Bueno, pues
sigo llevando un par de ellas en el bolsillo. Antes de salir de casa: la
documentación, el móvil, dinero, y ... mascarillas.
Mis padres le preguntaban a
Petri, por qué se tapaba la boca. Que estaba resfriada-decía- y que no quería
contagiarles.
No llegamos a informarles de la
situación en ningún momento. Ni de los fallecidos por cualquier causa, aunque
fueran de la familia. ¿Para qué? Sufrieron la atroz y cruel Guerra civil en su
adolescencia. Tenían bastante. No se extrañaron de que no hubiese tráfico por
la calle. Bueno, el tractor que pasaba fumigando. Pero eso tampoco les llamaba
la atención, era un ruido más sin ningún significado para ellos. Aunque no sé cómo
mi padre mantuvo una orientación extraordinaria y admirable para saber la hora,
solamente por la claridad que entraba por la ventana.
Tratando de recordar ahora para
escribir tengo una sensación un tanto extraña, como distante, como si hubiera
sido un asunto que de algún modo no iba con nosotros. Pero en el fondo
permanece el resquemor.
Salía cada dos días a comprar
como se suele decir, lo imprescindible. Guardaba los tiques de la compra porque
en ellos estaba indicada la fecha y la hora. Aunque a veces me hubiera
resultada difícil explicar el recorrido hasta mi casa. Desde luego no podía
alegar que me había perdido, pero es verdad que alargaba la estancia en la
calle de un modo un tanto ingenuo y un poco inconsciente.
Claro que siempre tiene uno la
sensación de desear con más ahínco aquello que está prohibido. Pero debía hacer
un esfuerzo y cumplir la norma. No sólo por mí, sino por todos los demás.
Luego llegó la hora de los
aplausos. Muchos más que aplausos necesitaban y siguen necesitando el personal
que trabaja por nuestra salud. Y por nuestra alimentación. Y por todo. Todos
dependemos unos de otros mucho más de lo que estamos dispuestos a admitir. Pero
es así.
Cada día que amanece nos ofrece
una nueva oportunidad. Lo que hagamos luego depende en buena medida de cada uno
de nosotros.
Nunca he tenido tiempo de
aburrirme, o será que siempre he podido encontrar algún entretenimiento, aunque
la verdad es que no suelo dedicar ni un minuto a los típicos “pasatiempos”.
Siempre me busco y suelo encontrar algo que hacer. En esta ocasión tan extraña
me fijé en que habitualmente acudían pajarillos al patio poco después de
sacudir el mantel de la mesa. Les atraían las miguitas de pan. Así que me puse
a echar miguitas sistemáticamente en el patio y a esconderme tras el cristal de
la cocina a ver qué pasaba.
Una vez que parecían haberse acostumbrado,
el siguiente paso era intentar hacer fotos. Pero no era fácil. Son muy
desconfiados, muy esquivos. En ello les va la vida. Después de algunos intentos
y obtener unas fotografías mediocres, desenfocadas, sin un encuadre aceptable y
de pésima calidad cambié de estrategia. Coloqué la cámara con el temporizador
activado y en función vídeo, a continuación, eché miguitas alrededor y me puse
a esperar. Efectivamente, tras varios intentos conseguí algunos archivos de
vídeo muy aceptables, con bastante detalle, buena luz y mucha nitidez. Y había
hecho grabaciones de pájaros, grullas, perdices, cigüeñas y otras aves, pero en
campo abierto. Esto era muy distinto. Me intrigaba, y sigo sin saber, a dónde
iban durante las horas centrales del día. Pero, me sirvió de entretenimiento y
a ellos de alimento. Eso sí, seguían desconfiando, era su instinto de
supervivencia, inculcado en sus genes desde hacía cientos de generaciones. Así
que era cuestión de ponerse a hacer un montaje y publicarlo en mi canal de
vídeo. Aquí está el enlace: Pajarillos en el
patio primavera 2020 - YouTube .
Llegó un momento en que dejé de
prestar atención a las cifras de contagios y fallecimientos. No acababa de
encontrar ninguna explicación lógica, al porqué, en algunas zonas aumentaban más
los casos que en otras. Pero me tranquilizaba, o al menos trataba de
tranquilizarme, mirando en los libros de historia cómo en otras ocasiones había
sucumbido un porcentaje altísimo de la población. La décima parte en muchas
ocasiones, o la mitad en otros casos, que aplicados a nuestro pueblo hubieran
sido más de mil personas. Aunque para los familiares más cercanos, una sola es
demasiado.
Cuando murieron mis padres, no me
cogió de sorpresa. Se esperaba, se veía venir, pero nunca te parece buen
momento. Por entonces había todavía restricciones por las que sólo se podían
juntas pocas personas. Yo estoy muy agradecido de todos los que, a pesar de
ello, tuvieron la gentileza de acompañarnos, aunque fuera con cierta distancia.
Recuerdo perfectamente el respetuoso silencia que había en toda la plaza al
salir de la iglesia. Sí, estoy muy agradecido, era un silencio sublime, de
sereno acompañamiento. Y así lo percibimos en mi pequeña familia.
Poco a poco iríamos recuperando
la normalidad. La nueva normalidad, decía algunos que son tan amigos de
darle nombres rimbombantes a las cosas y a las situaciones. La distancia es el
olvido, dice el refrán. Posiblemente iremos recuperando la antigua normalidad,
sin aspavientos, y sin que sea noticia. Cuando algo no es noticia, es buena
señal.
Así, que veía motivos para la
esperanza. Que hubiera escapado de un laboratorio, o que procediera de animales
salvajes, no me parecía que tuviera mayor importancia. Ya estaba aquí, ahora
había que combatirlo, mantenerlo a raya, dominarlo. Y esperar al siguiente.
La erupción del volcán de la
Palma en septiembre de dos mil veintiuno, televisado en directo como nunca lo
habíamos visto atrajo nuestra atención cada día, bueno, hasta que se alargó en
el tiempo. Como todo.
Antes de publicarse el decreto
del estado de alarma había tenido ocasión de atender once visitas al palacio.
Esto es un asunto que surgió así, sin pensar, porque Cayetano, el alcalde me
planteó la posibilidad de “acompañar” a unos forasteros que venían al pueblo y
querían conocer sus monumentos. Muy bien. Hala. A estudiar las publicaciones de
don Antonio Adámez Días y las de don Cándido González Ledesma, y los proyectos
y memorias de restauración de los arquitectos Abad Sancho y Ardanaz Arranz, que
tan amablemente escaneó para mí Juanjo Vallejo sintiéndome muy agradecido a
todos ellos. Luego en algunas ocasiones atendimos conjuntamente Cándido y yo a
algunos visitantes, entre ellos a los alumnos del Instituto.
Posteriormente algunas visitas
las haríamos con mascarilla y grupos pequeños. Me ha servido de aliciente para
seguir estudiando y poder tener esporádicamente una actividad que me resulta
interesante.
Me gustaba decir entonces, que
sin darnos cuenta algún día veríamos que habían pasado los años y no
recordaríamos bien cuando fue. Claro que para entonces en los recuerdos
tendríamos mezclados tantos eventos y tan difusos ya que sería imposible
concretar sin recurrir a los textos escritos.
José María Calzado Almodóvar, 24/02/2023