Harina
María, al oír los primeros gallos lanzar su jácara, muy
diligente salta de la cama. Miguel ya había hecho lo mismo y amontonaba unos
leños para encender la lumbre. Enseguida arrimaría el pote lleno de agua fina
de la fuente para que se fuese calentando. Ella prepara la artesa, las varillas
y el cedazo. Saca del costal dos celemines de harina y los echa despacio sobre
la artesa para añadir luego el agua caliente. Él ha ido a asistir a las mulas, que
más que animales de carga son compañeras de trabajo, las echa paja y cebada en
el pesebre, de paso, saca unos cubos de agua del pozo y llena la pila de la zahúrda
y la del corral para que todos los animales de la casa estén bien atendidos.
Las gallinas escarban como siempre buscando algo que picotear, aunque sea la
cal de las paredes.
Con firme parsimonia y a la vez delicadeza, María va
conformando una masa homogénea a la que ha añadido la levadura y una pizca de
sal. Recuerda que su abuela siempre la decía que “la sal, ni mucha, ni poca”,
algo que de pequeña no llegó a entender, pero luego con el tiempo ha
comprendido que en eso, como en otros muchos pequeños detalles, está el toque
personal de cada cual para la cocina.
Mientras, se afana en heñir con sus puños la masa,
descargando todo el peso de su cuerpo y girando ligeramente las muñecas, entona
por lo bajo antiguas canciones que había
aprendido de su abuela y otras que desde, su ya lejana niñez, tenía grabadas en
el recuerdo con la dulce y melodiosa voz de su madre.
Recuerda las historias que la habían contado al amor de la
lumbre. El abuelo relataba las caminatas hasta el molino del río detrás del
burro en el que llevaba terciados dos costales de trigo bien cinchados para que
aguantasen el desnivel del camino. Con el cabestro al hombro andaba al mismo
ritmo acompasado que el animal. El molino de la orilla del río lo había mandado
construir el marqués hacía poco tiempo. Estaba cerca del paso de la barca y del
vado, a escasa media legua del pueblo.
En las cercanías del molino, el corro de gente que esperaba
para moler era un auténtico mentidero. Él, se limitaba a escuchar, sin dar más
opinión que un “tal vez”, o “quizás”. Los duros años le había hecho más que
prudente, reservado. Todos le tenían por sensato y discreto. Las tres piedras
del molino giraban incansables con la fuerza del agua. El rodezno recibía el
empuje del río incansable y transmitía su fuerza a la muela que iba molturando
el grano. El ruido era ensordecedor, nunca mejor dicho, todos los molineros
terminaban afectados, perdiendo audición. Llegado su turno, arrimaba los
costales, esperaba la molienda, recogía la harina, pagaba la maquila y
regresaba deseándole buenos días a todos los presentes y a los que habían ido
llegando después que él.
María recuerda también, que, siempre le había dicho que las
mujeres no tenían que ir al molino. Que no era buen lugar. Que había muchos
hombres. Que si alguna vez se viese en la necesidad, Dios no lo quiera, como le
pasaba a las viudas sin familiares varones, que tuviese que ir con el costal a
la cabeza, aunque sufriera el calor, que fuese a media mañana, o bien entrado el día.
En las cancioncillas tan verídicas como irreverentes, que
juglares atrevidos y desvergonzados entonaban en las plazuelas, relataban
historias de molineras picaronas y de clérigos rijosos. Tendría razón el
abuelo.
Cuando la masa ya tiene “su punto” la trocea en partes de
dos libras y con rápidos giros sobre el ala de la artesa les da su peculiar
forma redondeada de hogaza auténticamente artesana. Marca con el cuño de la
familia cada bola y le da unos cortes superficiales que con el calor se
abrirán.
Con un lienzo blanco y limpio lo tapa y encima pone una
manta de lana para que se mantenga uniforme la humedad y la temperatura.
Lentamente la levadura hará su labor.
Llegada la hora, prepara el rodete de tela tejida que se ajustará
a la cabeza para llevar el tablero del pan. Son los panes que comerán durante
la semana. El pan, tan socorrido, que, además de acompañamiento se vuelve a
utilizar en migas, sopas o gazpacho. Sí, salen a pan diario por persona. Como
los pastores trashumantes que además del jornal tenían asignado un pan diario.
Y cada uno de sus mastines, también. Lo lleva al horno con paso ligero y
decidido.
El hornero, desde la madrugada ha quemado una carga de jara
dentro del horno y está preparado para la siguiente cochura. El maestro pala,
con destreza va colocando los panes dentro del horno. Regresa a casa para
seguir con su tarea. Dentro de una hora vuelve para recogerlo.
De ninguna manera, María podría imaginar que, veinte
generaciones después se volverían a oír
en la plaza aquellas canciones rememorando tiempos antiguos.
Pero lo que nadie, ni por asomo, podría esperar, que una infinidad de minúsculos e invisibles
monstruos vaciarían las calles. Encerrarían a las gentes en sus casas.
Desatarían temores ancestrales, zozobra y desconfianza.
Y para sobrevivir, ante la incertidumbre y el miedo a un
posible desabastecimiento volverían la vista a lo más básico, a lo más
elemental y más versátil. Algo que
siempre había estado en sus vidas en dulces, bollos, galletas, salsas, y el
único alimento que las religiones tienen por sagrado y mencionan en sus
oraciones, el pan.
Volverían la vista con esperanza a la sencillez y
buscarían: harina.
José María Calzado Almodóvar. 2020
https://maestroepa.blogspot.com/
Nota.- En el mes de abril la venta de harina se incrementó un doscientos por cien.
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