Habíamos llegado como era habitual con las primeras luces del día, aunque a veces la niebla ponía en duda que el sol hubiese asomado siquiera un milímetro por el horizonte.
Todo rezumaba humedad. Las hojas de los olivos goteaban
parsimoniosamente, la hierba empapada mojaba los bajos de los pantalones y
enfriaba los pies a través de los zapatos.
Mi padre consiguió encender una pequeña fogata con algo de paja seca que llevaba de casa y con unos maimones y algo de pasto consiguió lo que parecía imposible, pero al final ardía. Todo lo hacía por deferencia hacia mí, por cuidarme lo mejor posible, pero él y yo sabíamos que no habíamos llegado hasta el olivar para ponernos a la lumbre, para eso nos hubiésemos quedado en casa. Y como él dice, si un día no vas por un motivo o por otro al final se pasa el tiempo y no las cogemos.
Como todavía era pequeño para varear tenía que cogerlas del
suelo. Yo quería varear porque al hacer más fuerza entrabas en calor, aunque la
vara tenía sus inconvenientes; resultaba pesada y en los días de niebla las
gotas de agua que tenían las ramas y hojas de los olivos se escurrían vara
abajo y te ponían las manos frías y agarrotadas.
Permanecer en cuclillas mucho rato resultaba mortificante,
parecía que las articulaciones de la rodilla jamás recuperarían su posición
recta, y la proximidad al suelo transmitía todo el gélido aliento de la tierra.
Moverse torpemente entre surcos y caballones con pedruscos sueltos resultaba
una tortura continua. Constantemente los dedos casi inertes chocaban con las
piedras y con los cristales de hielo que sostenía la hierba. Por momentos nos
invade esa extraña sensación en la que ya no distingues si duele más el frío o
los golpes. Hasta las fuerzas para salir corriendo hacia la lumbre cada vez más
lejana y mortecina te abandonan. ¡Cómo maldecir un árbol milenario!
Un árbol que es desde los griegos el símbolo de la sabiduría,
que ofrece un combustible rápido y eficiente. Que da la fruta de más fácil,
variada y duradera conservación. Machadas, enteras, acuchilladas, en fin, sólo
con añadirles tomillo, orégano, sal, hinojo, cáscaras de naranja y limón, ajo,
y cualquier otro condimento al gusto de cada uno tienes un alimento altamente
concentrado sencillo de guardar y de transportar.
Además, con ellas se puede fabricar el versátil aceite que
hasta para sosegar a los moribundos se emplea. Y cómo no, de combustible para
la luz en los candiles, bálsamo para quemaduras y roces, lubricante, para
preparar y condimentar comidas fritas o cocidas y como eficaz conservante. En
fin, un mundo ilimitado de posibilidades y de maravillas se desprenden del
olivar. Cualquiera lo diría.
Quieres consolarte con todas aquellas hermosas ideas, que
pretendes que sean un atenuante del sufrimiento.
Incluso te paras a pensar que después del paso de los árabes
este árbol y su fruto poseen dos nombres, el de origen latino y el árabe: olivo
y aceituno, olivas y aceitunas, incluso óleo y aceite.
Son argumentos de peso para valorar, apreciar y cuidar los
olivos, para disfrutar en los olivares, pero desde luego no en este día.
Vana ilusión, la niebla empieza a levantarse, la arrastra el
viento. Pero este aire polar viene como a rematar la faena. Y pensar que
habíamos depositado alguna confianza en los tenues rayos de sol. Pero tan bajos
van que apenas se nota su efecto.
Había sido inmenso el esfuerzo que tuvimos que realizar para
alejarse de la calidez de la lumbre y coger aceitunas del suelo.
Ya no sentía las manos y los dedos no respondían a las
órdenes que enviaba el cerebro. Resultaba totalmente imposible juntar los dedos
para sostener las aceitunas y menos tirarlas a la esportilla con un mínimo de
acierto. A tanto llegaba el entorpecimiento que a veces al coger la esportilla
para mudarla de sitio se vertía y daba una rabia enorme tirar por tierra, nunca
mejor dicho, una parte del trabajo realizado.
Mediado el día llegaba el momento de acercarse al jato
(hato), buscar un pequeño resolano al socuello de algún royo gordo o de alguna
peña y rebuscar en las alforjas la preciada talega. La mimbre hábilmente
trenzada guardaba el valioso tesoro de morcilla, tocino, con suerte un trozo de
tortilla o dos huevos cocidos, y como no, las dichosas aceitunas. Ahí estaban,
desafiantes. Si quieres disfrutar de mi sabor y mi alimento tendrás que
arrastrarte por el suelo, pasar calamidades y sufrimiento.
Te las comías como en una venganza que se viniera arrastrando
desde generaciones inmemoriales.
Sí, aquellas generaciones que habían tenidos peores apaños.
Desbrozar el monte, descuajar matorreras, apartar pedruscos, construir peanas,
plantar olivos, injertar acebuches y esperar. Esperar pacientemente. Intercalar
algunas cepas para que la espera se hiciese más agradable en todos los
sentidos.
Procuramos no comerlo todo, por si luego tenemos más hambre y
puede haber una ligera escusa para volver a este lujoso espacio. La fiambrera,
redonda, brillante del uso y de la pringue guarda de nuevo su tesoro.
La tarde siempre parece más corta, como los viajes de vuelta.
Recuperados, miramos de soslayo los olivos que faltan por
coger. Tienen sus hojas ahora con la luz del sol un brillo intenso, casi
metálico. Atractivos resultan, muy atractivos, pero en el fondo los ves como si
fuese el canto de sirenas que pretenden engañar tus sentidos para atraerte a
las más profundas y heladas simas del invierno.
Antes de que oscurezca aparejamos la yunta. Una mula de pelo
negro, de porte robusto, aunque más bien bajita, Morita, la llama mi
padre y lleva en la casa el mismo tiempo que yo, es como de la familia. Dócil,
ligera y noble.
El otro animal es un mulo, nervioso, castaño y veloz como un
caballo y asustadizo como un niño. Lleva en la casa poco más de tres años.
Estas bestias de carga realizan su trabajo con resignación, aunque a veces
también dan alguna muestra de rebeldía.
Colocados los enjarmos, los lomillos y la albarda se pasa la
tajarría por debajo de la cola y la cincha por la barriga.
Los sacos, reutilizados del abono, se atan por parejas para hacer
un contrapeso y encima poder montarnos.
Justo con las últimas luces descendemos dando bandazos por lo
irregular del camino. Por delante a bastante distancia se ven otras mulas y
otros aceituneros. Por detrás de nosotros no parece venir nadie más. Voy muy
tranquilo y confiado, porque voy con mi padre.
Y porque las mulas con su fino olfato, su agudo oído y su
instinto me están diciendo con las orejas relajadas que no hay de qué
preocuparse.
La sensación de frío no nos abandona. Arrebujados en la manta
nos gustaría que estos sufridos animales fueran veloces corceles que nos
llevaran en un suspiro hasta el pueblo.
A lo lejos apenas se distinguen las escasas y mortecinas
luces de las calles. Todavía tardaremos al menos media hora en llegar a la
prensa chapoteando por la calleja para vaciar los sacos en sus pilas.
Descargamos en el amplio salón que es la antigua iglesia del convento de san
Benito.
Para recobrar ánimos o porque resulta inevitable rememoras
una imagen que desde pequeño resulta al tiempo agradable, llamativa y extraña.
Estamos deseando llegar a casa prender una buena chosca, y cerca de ella ver
como se evapora el agua de nuestra ropa como si desprendiese un halo de energía
sobrenatural al tiempo que va entrando en calor nuestro cuerpo.
Reconfortante.
Pero mañana habrá que volver.
José María


