“Todos temen
al tiempo, el tiempo teme a las
pirámides” Proverbio egipcio.
Empecé el día, sin saber si sería el último.
Iba de un lado para otro como siempre, con mil
cosas entre manos y otras mil en la
cabeza. Había pasado por esa calle tantas veces que conocía todos los detalles
y vecinos a los que veía. Saludos casi automáticos, prisas, preocupaciones,
sensación de nervios y falta de tiempo.
Todas las tareas de este día parecían las más
importantes y urgentes.
Eso mismo pensaba ayer, y anteayer y así
sucesivamente todos los días.
Y mientras caminaba iba repasando mentalmente lo
que habría que hacer mañana, y pasado mañana y la próxima semana.
Vivía inmerso en la arrolladora vorágine cotidiana.
El estruendo fue enorme, ensordecedor, brutal. El
impacto inevitable y letal. Apenas terminaba de volver la esquina. Inesperado,
súbito, imprevisible. Pero había ocurrido.
Enseguida todo era silencio, humo, oscuridad,
ausencia total de sensaciones. No había ruidos, no sentía calor ni frío, ni la
dureza del suelo. Tampoco percibía el lento y continuo fluir de la sangre
derramándose.
Terminaron las prisas, los nervios, se
volatilizaron los pensamientos y las mil cosas que llevaba en la cabeza y los
mil asuntos que traía entre manos.
Con parsimoniosa lentitud desfilaban nítidos y con
todo detalle los rostros y las palabras de los vecinos a los que acababa de
saludar mecánicamente hacía un instante.
Los últimos tres minutos alcanzaban una extensión
inmensa, transcurrían lánguidos, tenues, como si fuesen eternos, interminables.
Y sobre todo llenos de significado.
Las fachadas de enfrente recibían los primeros y
cálidos rayos de sol, los geranios que María cuidaba con tanto mimo en su
balcón ofrecían preciosos tonos rojos entre las hojas verdes.
María me había saludado tan cordialmente y con
tanta simpatía como siempre. Llevaba el pelo recogido provisionalmente mientras
barría la puerta.
Ángel desde
su coche blanco sacando la mano por la ventanilla nos dedicó un alegre y efusivo
saludo como era habitual en él.
Esquivé las gotas de agua que un canalón dejaba
caer por el rocío de la mañana.
Llegaba desde las cajas que descargaban a la puerta
de la tienda un agradable olor a pan recién cocido.
Jamás diría que había tantos detalles a mi paso en
sólo tres minutos.
Llegaría tarde a donde iba, me preguntaba. O
simplemente no llegaría a ninguna parte.
Pasé algunos
meses desconectado del mundo exterior. Al menos eso me dijeron.
La noción de tiempo casi había desaparecido, se
había trastocado tanto que, apenas
distinguía la mañana de la tarde, el día de la noche.
En aquel recinto siempre había la misma luz y el
mismo movimiento de personas. Al menos eso era lo que yo percibía.
Con el trabajo y la ayuda inestimable de abnegados
profesionales desconocidos de rostros ocultos tras unas mascarillas iba
recuperando las nociones básicas de la existencia de mi cuerpo y su posición. Constantes vitales,
decían ellos. Como un párvulo aprendía lugares y posiciones. Incorporarme era
tan arduo como escalar la más escarpada de las cumbres.
Volvería a
retomar las rutinas cotidianas empezaba a preguntarme y a pensar cuando creía
estar solo. El miedo y la desorientación total me impedían buscar respuestas
para mis dudas.
¿Volvería a las rutinas?
¿Rutinas? ¿Cómo es posible?
De ninguna manera. No quería, de ningún modo,
volver a vivir como lo había hecho hasta ahora, para nada. Haría las mismas
cosas iría a los mismo sitios y trataría a las mismas personas. Sí, pero…
Pero estaba decidido a cambiar radicalmente la
actitud y el punto de vista. Especialmente el trato con las personas.
Empezando por los más cercanos y siguiendo en
expansión como una espiral o como círculos concéntricos que aumentan el radio
de acción.
Quizá debería empezar por escuchar más. Escuchar es
mucho más que oír. Prestar atención y tratar de entender y comprender. Atender
y entender. Y prodigar los elogios y las buenas palabras, ser generoso en las
muestras de cariño y afecto.
Revivir y recordar momentos compartidos tiempo
atrás.
Agradecer favores y mostrar el reconocimiento expreso
de tantos detalles pasados por alto.
Vivir cada día como si fuera el último, cada
instante como si fuese único, no esperar que el mundo fuera lógico, descubrir
en lo más simple algo mágico.
Podía no haber vuelto, habría sido el viaje
definitivo, sin despedida.
Para la revista de la Feria de agosto de 2016