Allá por los primeros años del siglo XX la vida de la chiquillería era
ligeramente distinta a la actual, aunque los niños siguen teniendo predilección
por el agua y la tierra como juguetes, otra cosa es que no siempre los tengan a
mano o que sus madres no les dejen mancharse. Hasta los diez o doce años iban
a una escuela en la que se apretujaban
más de sesenta chiquillos con una diferencia de edades de dos a cuatro años
entre sí. El maestro atendía como podía a toda aquella troupe, poniendo a los
mayores a enseñar algunas cosas a los más pequeños. La pizarra era una zona de
la pared enlucida con cemento gris alisado y abrillantado en el que resbalaba
la tiza con líneas apenas legibles.
Algunos de los juegos más comunes entre los chicos, eran “los bolindres”, canicas las llamaban en otras partes, las primeras eran de barro cocido, que podían romperse al primer impacto de un diestro tirador, había otras de china, pero eran más caras. Para jugar se hacía un pequeño hoyo en el suelo (como las calles eran de tierra, bueno el suelo natural del terreno, tierra o peñas) el guá, donde se colocaban las bolas de todos los jugadores y según el turno establecido se iban sacando y después había que eliminar a los demás golpeando su bolas con la nuestra para alejarlo de hoy y retornar. Más adelante llegaron las muy apreciadas de cristal, unas hermosas bolitas de vidrio muy resistentes y en alguna ocasión alguien conseguía bolas metálicas, pero nadie quería luego jugar con ellos.
El mocho, juego más bien de otoño-invierno, se jugaba como su propio
nombre indica con el mocho, un trozo de palo de un palmo, (palmo es la
distancia que se alcanza desde el pulgar al meñique extendiendo la mano, que en muchos casos es aproximadamente una
cuarta, 20,75 cm o sea la cuarta parte de una vara, 83cm) afilado por las dos
puntas al que se golpeaba con la mochera, un palo de casi una vara de largo y
ligeramente curvado.
Otros entretenimientos
habituales eran apedrear perros, cazar cernícalos en los huecos de los muros
del Palacio y de la ermita del Santo, o
buscar cualquier tipo de nidos por el campo; pelarse entre los muchachos,
“enganchalinas”, y los terribles “ataques” con piedras lanzadas a mano, con
tirachinas o con la potente y peligrosa honda. Estos “ataques” vistos con la
perspectiva actual pueden parecer cuando menos, salvajes y peligrosos. Quizá lo
fueran, pero estaba asumido como algo normal. Para quien no la conozca ni la
haya utilizado nunca conviene aclarar que la honda es un artilugio para lanzar
piedras a larga distancia conocida desde muy antiguo, ya eran famosos los
honderos de baleares acompañando a las legiones romanas, se trata de una cuerda
trenzada, como de dos brazos de largo, con una abertura en la mitad de su
longitud para colocar en ella una piedra algo menor que el puño de un niño, lo más redondeada posible, en un extremo tenía un hueco para meter el dedo
índice, y en el otro extremo terminada en un nudo al final del cual se dejaba
la cuerda deshilachada para que restallase como un látigo. Cuando algunas
personas jóvenes oyen estas historias se escandalizan, pero en su momento, se
considera algo “normal”. Claro que había descalabradura, pero a nadie se le ocurría acudir al Centro de
Salud, básicamente porque no había Centro de Salud, y por una pedrada, nadie
acudía al médico, ni siquiera se informaba a los padres. No hacía falta, los
churretones de sangre seca eran bien elocuentes al llegar a casa. Algunos chavales siempre dispuestos a la
pelea solían llevarla arrollada a la cintura y así la tenían siempre a mano. El
combate duraba hasta que alguno de los grupos se retiraba hacia sus casas o
intervenía sin demasiado entusiasmo algún adulto que pasara por allí. Otro
entretenimiento consistía en mostrar la puntería haciendo sonar las campanas de
la torre de una pedrada.
El pasado en general, y la infancia en particular es como cada uno la
recuerda. No importan tanto los sucesos reales sino la forma como cada cual los
vive y los rememora. Así como decía Jorge Manrique “cómo, a nuestro parescer / cualquier tiempo pasado / fue mejor”
Claro que además había que ir a coger aceitunas o
ayudar en la siembra del garbanzo, de los melones, habas, etc, y pasar el
verano en la era. El estío siempre ha tenido un encanto especial, cabe recordar
que aún no se habían “inventado” las vacaciones. Así que subirse al trillo y
dar volteretas en las parvas eran grandes diversiones, con el encanto añadido
de poder pasar la noche al raso tratando de identificar la amplia gama de
sonidos de la noche, conocer las estrellas la caprichosa asignación de nombres
a las constelaciones conocidas o imaginadas. La caterva de muchachos recorría
incansable las eras de familiares, amigos y vecinos armando bulla como es
natural.
A lo largo del año se iban sucediendo otros juegos como la catarroma, era
y barra fina de hierro afilada en una punta y que había que clavar en el suelo
de tierra cuando no estaba demasiado duro. Cierto, también entrañaba algún
peligro, qué le vamos a hacer. El aro, era un círculo de hierro de cuarenta a
sesenta centímetros de diámetro y cinco milímetros de grueso aproximadamente
que se hacía rodar con un gancho de alambre. El repeón, (peonza), todavía se ve
alguno en las tiendas, pero no veo a los chavales jugando en él. El tiro con
arco, fabricado con las elásticas ramas de los acebuches, y con el que se podía
jugar casi en cualquier parte, o en los corrales o en la calle. El uso de
zancos preparados con ramas fuertes o con latas de conservas y cuerdas de pita
constituían un buen divertimento.
Sin duda el juego más sencillo y para el que no necesitaba llevar
ningún artilugio era el de las cuatro esquinas, lógicamente hacían falta más de
cuatro jugadores.
Claro que también estaban el escondite, la borriquita mansa, la gallinita
ciega, y la pioneta.
Las muchachas solían jugar a la comba, al piso (rayuela) a la pelota y
con muñecas de trapo. Conviene señalar la peculiaridad de que muchos de los
juegos de niñas seguían un ritmo marcado por canciones que en algunos casos
iban cargadas de cierta guasa y picardía, pero de lo que no queda duda es de
que la cadencia rítma de esas canciones eran fundamentales en el desarrollo del
juego, en la coordinación individual y del grupo a la hora de seguir
correctamente cada fase del mismo.
Será por eso que luego en general las mujeres suelen tener mejor
sentido del ritmo que los hombres, claro como lo vienen cultivando desde
pequeñas. Bueno, a lo mejor son figuraciones mías.
Este estilo y tipos de
juegos perduraban hasta los años setenta en que poco a poco y casi sin darnos
cuenta fueron desapareciendo y dando paso a algunos otros entretenimientos,
como el intercambio de cromos, o de cuentos tipo comic, llamados tebeos, por
una conocida marca (TBO), eran famosos los de “El capitán trueno” y “El
Jabato”, bueno, para quien se lo podía permitir.
Bueno, aún no había llegado la ola de pamplinosería absoluta que nos
invade y los agoreros apocalípticos siempre asustando al personal con
inimaginables desgracias.
Ya se nos ha olvidado cuántos males se iban a derivar para la infancia
por ese diminuto cacharrillo llamado tamagochi, (hacia 1996), alguno quedará
por ahí, pero desde luego ese chisme y otros muchos han quedado arrinconado con
la llegada de las pequeñas pantallas. Quién podía imaginar que un dispositivo
en principio diseñado como teléfono podría contener, siendo tan pequeño, tan
amplia gama de posibilidades como juguete o entretenimiento en general para
cualquier edad.
Quejarse de que los teléfonos móviles son peligrosos es lo mismo que
culpar a los automóviles de los accidentes de tráfico.
Quizá dentro de poco tiempo los que vengan detrás y oigan hablar de
ello pondrán la misma cara que habrán puesto los menores de cincuenta años al
leer el principio de este artículo.
Para la revista de la feria, agosto de 2019 Orellana la VIeja