lunes, 12 de agosto de 2019

Cosas de críos




Allá por los primeros años del siglo XX la vida de la chiquillería era ligeramente distinta a la actual, aunque los niños siguen teniendo predilección por el agua y la tierra como juguetes, otra cosa es que no siempre los tengan a mano o que sus madres no les dejen mancharse. Hasta los diez o doce años iban a  una escuela en la que se apretujaban más de sesenta chiquillos con una diferencia de edades de dos a cuatro años entre sí. El maestro atendía como podía a toda aquella troupe, poniendo a los mayores a enseñar algunas cosas a los más pequeños. La pizarra era una zona de la pared enlucida con cemento gris alisado y abrillantado en el que resbalaba la tiza con líneas apenas legibles.


Algunos de los juegos más comunes entre los chicos, eran “los bolindres”, canicas las llamaban en otras partes, las primeras eran de barro cocido, que podían romperse al primer impacto de un diestro tirador, había otras de china, pero eran más caras. Para jugar se hacía un pequeño hoyo en el suelo (como las calles eran de tierra, bueno el suelo natural del terreno, tierra o peñas) el guá, donde se colocaban las bolas de todos los jugadores y según el turno establecido se iban sacando y después había que eliminar a los demás golpeando su bolas con la nuestra para alejarlo de hoy y retornar. Más adelante llegaron las muy apreciadas de cristal, unas hermosas bolitas de vidrio muy resistentes y en alguna ocasión alguien conseguía bolas metálicas, pero nadie quería luego jugar con ellos.
El mocho, juego más bien de otoño-invierno, se jugaba como su propio nombre indica con el mocho, un trozo de palo de un palmo, (palmo es la distancia que se alcanza desde el pulgar al meñique extendiendo la mano,  que en muchos casos es aproximadamente una cuarta, 20,75 cm o sea la cuarta parte de una vara, 83cm) afilado por las dos puntas al que se golpeaba con la mochera, un palo de casi una vara de largo y ligeramente curvado. 





Otros entretenimientos habituales eran apedrear perros, cazar cernícalos en los huecos de los muros del Palacio y de la ermita del Santo,  o buscar cualquier tipo de nidos por el campo; pelarse entre los muchachos, “enganchalinas”, y los terribles “ataques” con piedras lanzadas a mano, con tirachinas o con la potente y peligrosa honda. Estos “ataques” vistos con la perspectiva actual pueden parecer cuando menos, salvajes y peligrosos. Quizá lo fueran, pero estaba asumido como algo normal. Para quien no la conozca ni la haya utilizado nunca conviene aclarar que la honda es un artilugio para lanzar piedras a larga distancia conocida desde muy antiguo, ya eran famosos los honderos de baleares acompañando a las legiones romanas, se trata de una cuerda trenzada, como de dos brazos de largo, con una abertura en la mitad de su longitud para colocar en ella una piedra algo menor que el puño de un niño,  lo más redondeada posible, en un extremo tenía un hueco para meter el dedo índice, y en el otro extremo terminada en un nudo al final del cual se dejaba la cuerda deshilachada para que restallase como un látigo. Cuando algunas personas jóvenes oyen estas historias se escandalizan, pero en su momento, se considera algo “normal”. Claro que había descalabradura, pero  a nadie se le ocurría acudir al Centro de Salud, básicamente porque no había Centro de Salud, y por una pedrada, nadie acudía al médico, ni siquiera se informaba a los padres. No hacía falta, los churretones de sangre seca eran bien elocuentes al llegar a casa.  Algunos chavales siempre dispuestos a la pelea solían llevarla arrollada a la cintura y así la tenían siempre a mano. El combate duraba hasta que alguno de los grupos se retiraba hacia sus casas o intervenía sin demasiado entusiasmo algún adulto que pasara por allí. Otro entretenimiento consistía en mostrar la puntería haciendo sonar las campanas de la torre de una pedrada.
El pasado en general, y la infancia en particular es como cada uno la recuerda. No importan tanto los sucesos reales sino la forma como cada cual los vive y los rememora. Así como decía Jorge Manrique “cómo, a nuestro parescer / cualquier tiempo pasado / fue mejor
Claro que además había que ir a coger aceitunas o ayudar en la siembra del garbanzo, de los melones, habas, etc, y pasar el verano en la era. El estío siempre ha tenido un encanto especial, cabe recordar que aún no se habían “inventado” las vacaciones. Así que subirse al trillo y dar volteretas en las parvas eran grandes diversiones, con el encanto añadido de poder pasar la noche al raso tratando de identificar la amplia gama de sonidos de la noche, conocer las estrellas la caprichosa asignación de nombres a las constelaciones conocidas o imaginadas. La caterva de muchachos recorría incansable las eras de familiares, amigos y vecinos armando bulla como es natural.

A lo largo del año se iban sucediendo otros juegos como la catarroma, era y barra fina de hierro afilada en una punta y que había que clavar en el suelo de tierra cuando no estaba demasiado duro. Cierto, también entrañaba algún peligro, qué le vamos a hacer. El aro, era un círculo de hierro de cuarenta a sesenta centímetros de diámetro y cinco milímetros de grueso aproximadamente que se hacía rodar con un gancho de alambre. El repeón, (peonza), todavía se ve alguno en las tiendas, pero no veo a los chavales jugando en él. El tiro con arco, fabricado con las elásticas ramas de los acebuches, y con el que se podía jugar casi en cualquier parte, o en los corrales o en la calle. El uso de zancos preparados con ramas fuertes o con latas de conservas y cuerdas de pita constituían un buen divertimento.
 


Sin duda el juego más sencillo y para el que no necesitaba llevar ningún artilugio era el de las cuatro esquinas, lógicamente hacían falta más de cuatro jugadores.
Claro que también estaban el escondite, la borriquita mansa, la gallinita ciega, y la pioneta.
Las muchachas solían jugar a la comba, al piso (rayuela) a la pelota y con muñecas de trapo. Conviene señalar la peculiaridad de que muchos de los juegos de niñas seguían un ritmo marcado por canciones que en algunos casos iban cargadas de cierta guasa y picardía, pero de lo que no queda duda es de que la cadencia rítma de esas canciones eran fundamentales en el desarrollo del juego, en la coordinación individual y del grupo a la hora de seguir correctamente cada fase del mismo.
Será por eso que luego en general las mujeres suelen tener mejor sentido del ritmo que los hombres, claro como lo vienen cultivando desde pequeñas. Bueno, a lo mejor son figuraciones mías.






Este estilo y tipos de juegos perduraban hasta los años setenta en que poco a poco y casi sin darnos cuenta fueron desapareciendo y dando paso a algunos otros entretenimientos, como el intercambio de cromos, o de cuentos tipo comic, llamados tebeos, por una conocida marca (TBO), eran famosos los de “El capitán trueno” y “El Jabato”, bueno, para quien se lo podía permitir. 
Bueno, aún no había llegado la ola de pamplinosería absoluta que nos invade y los agoreros apocalípticos siempre asustando al personal con inimaginables desgracias.
Ya se nos ha olvidado cuántos males se iban a derivar para la infancia por ese diminuto cacharrillo llamado tamagochi, (hacia 1996), alguno quedará por ahí, pero desde luego ese chisme y otros muchos han quedado arrinconado con la llegada de las pequeñas pantallas. Quién podía imaginar que un dispositivo en principio diseñado como teléfono podría contener, siendo tan pequeño, tan amplia gama de posibilidades como juguete o entretenimiento en general para cualquier edad.
Quejarse de que los teléfonos móviles son peligrosos es lo mismo que culpar a los automóviles de los accidentes de tráfico.
Quizá dentro de poco tiempo los que vengan detrás y oigan hablar de ello pondrán la misma cara que habrán puesto los menores de cincuenta años al leer el principio de este artículo. 

Para la revista de la feria, agosto de 2019 Orellana la VIeja