domingo, 24 de noviembre de 2013

sábado, 19 de octubre de 2013

Aniversario

Hoy hace 26 años que "algunos Maestros muy animosos" conseguimos que "algunos alumnos" considerados "malos estudiantes" recibieran un Premio del Ministerio de Agricultura por un trabajo escolar para el Día Mundial de la Alimentación. 
En Getafe, 16-10-1987.




lunes, 13 de mayo de 2013

Montaraz



Montaraz



Anochecía lentamente en aquella época del año. Donde más a gusto me encontraba era entre matorrales en lo más abrupto  de la sierra y en lo más espeso del monte.

Al anochecer me sentía más lleno de vida que nunca,  pletórico, rebosante de energía y de fuerza. Respiraba profundamente todos los aromas potenciados por la suave humedad que subía del suelo con el inicio de la noche y transportado por brisas ligeras cambiantes de rumbo y caprichosas como las formas de las nubes y las siluetas borrosas que se iban desvaneciendo tenuemente.

Un aullido bronco, prolongado, grave, aumentado por el eco se expandía como rodando de peñasco en peñasco. Sentía verdadero placer al emitir ese sonido profundo, inquietante, solemne, majestuoso. Era mi forma de remarcar mi posición en lo alto de las rocas. Mis pupilas dilatadas se habían acostumbrado a la penumbra y mi aliada la Luna venía a poner un soplo de luz plateada sobre el horizonte.
Desde lo más alto echando atrás la cabeza, estirando el cuello y a pleno pulmón volvía a repetir el aullido como si me deleitase escucharme a mí mismo. Apreciaba sobre manera la repetición que la montaña devolvía de mi voz. Era la única ocasión que tenía de escuchar un sonido como el que salía de mi garganta.
  


Conocía todos los demás ruidos y sonidos, el murmullo de las hojas con el soplo suave o su misterioso bufar con vientos huracanados. La delicada cadencia de las finas gotas de lluvia o el atronador repiqueteo de los goterones y los granizos.

El balido de las cabras monteses triscando por peñascos, el rebramar de los ciervos, el arruar del jabalí y sus gruñidos, y en lo profundo de la noche el ulular de los búhos y los estridentes grillos.

Conocía todos los arroyos, regatos, torrenteras y manantiales, me iba la vida en ello. Agacharme sobre el agua y sorberla cristalina y fresca era una auténtica delicia.

Las floraciones iban marcando etapas, con gamas de color tan diversas y atractivas que alegraban la vista y redecoraban el paisaje eventualmente. Quedaban grabados en mi retina el blanco  puro de la jara y el resplandeciente amarillo de la genista.

En la rotación de tantas épocas como había conocido y de las que no llevaba otra cuenta que las cicatrices acumuladas en mi piel iban marcando mi vida y mi experiencia.

Hasta en las piedras más duras deja el tiempo su huella.

Las tormentas vividas en la espesura del monte no me asustaban, en realidad no tenía miedo de nada. El instinto de supervivencia había desarrollado en mí la astucia y la precaución pero no el miedo que atenaza y paraliza. Resguardado en la madriguera de aquella roca inclinada que tan bien conocía escuchaba admirado el retumbar de los truenos, más potente mil veces que mi aullido, y la instantánea y cegadora luz que los precedía.
Habría de admitir que una tempestad seca impresiona; no deja de ser un alarde de fuerza que se extiende  cubriendo todo el campo a la vista de incertidumbre y negrura.


No albergaba mi cerebro ningún recuerdo familiar. Los primeros años se perdían en la bruma del tiempo como el horizonte en los días de  niebla. Observaba detenidamente con inmensa curiosidad los jabatos rayados siguiendo a la jabalina; los diminutos perdigones correteando sin levantar el vuelo siguiendo a una hermosa y abnegada perdiz; la prolíficas camadas de lebratos siempre próximos a su madriguera vigilados de cerca por una liebre adulta.

Tampoco había llegado a ver en toda mi vida a alguien de mi especie, ni grande ni pequeño.
¿Quién soy? ¿Qué soy?

En la cara norte, a resguardo de los tórridos estíos estaba mi caverna. Disponía de ella sin atisbo de competencia, fresca en verano y tibia en invierno. Aunque siempre contase con esos diminutos intrusos que siempre llegan sin ser invitados, insectos y pequeños reptiles.

En las tierras bajas, donde el monte perdía su nombre, su seguridad, sus matas y sus aromas, aparecían unos terrenos más llanos, abiertos, uniformados, que infundían un cierto resquemor y desconfianza. Allí parecía más indefenso, sin resguardo y sin el amparo de los matorrales.

El monte lo tenía todo.

 

Aún así a veces la curiosidad o la necesidad me impulsaba a arriesgarme.

El olfato de conejos, recentales, beches y corderos en épocas de escasez avivaba la tentación por adentrarme entre unas formaciones que no parecían exactamente rocas ni peñascos, más bien tenían aspecto terroso o como piedras alineadas, que dejaban entre sí pasos que se me antojaban angostos y laberínticos.

Salían de allí sonidos desconocidos, metálicos, mezclados, turbios.
Apostado al amanecer los veía salir de aquellos laberintos hacia los campos abiertos en pequeños grupos que se iban disgregando como en parejas que parecían de la misma especie y otro más diferente.
Pero ninguno de aquellos había aparecido nunca por las espesuras montaraces que eran mi acogedor hogar.
Sabía que no me veían y que tampoco podían olfatearme pues me colocaba cuidadosamente a contra viento. En ocasiones un remolino o un cambio repentino del aire hacían que aquellas enormes bestias apuntasen sus orejas enhiestas hacia adelante moviendo la cabeza como buscando dónde podría ocultarse aquello que su instinto les indicaba como peligroso o al menos desconocido, y todo lo desconocido en principio puede resultar peligroso.
Mis sentidos y me experiencia no me auguraban en aquellos seres un posible alimento ni una presencia al menos indiferente.
Al acecho descubrí que al caer el día volvían a lo que serían sus madrigueras y casi sin darme cuenta siguiendo mis costumbres horarias  emití mi más poderoso aullido.
Esta vez no respondieron las rocas pero se armó tal estrépito y desconcierto que terminó por sobresaltarme. 



No se correspondían aquellos ruidos con ninguno de los sonidos que tan bien identificados tenía en mi ambiente habitual.


Carecían totalmente de significado para mí, pues conocía muy bien cuando otras especies vivían épocas de celo, señales de advertencia o peligro y cualquier otra situación natural. Se vieron también esa noche diminutos rayos y pequeños truenos.

Todo ello en conjunto me llenó de una extraña sensación de tristeza, ansiedad y estupor.
 



Entre tanta algarabía y confusión sólo pude distinguir por su insistente repetición un sonido: ¡lobo!